lunes, 2 de septiembre de 2013

Solo Ella

Mientras la miraba a los ojos, con la pera temblando, le dijo: Esta bien, como quieras.
Y todo le pareció repetirse una vez tras otra.
Parado en el medio de esa casa, q ya no era nada, tomo el último sorbo del vaso, se acomodo la camisa, se peino y tranquilamente se dirigió al cuarto.
Acomodaba cada una de las cosas, lentamente, esperando que el tiempo se detuviera en aquella esquina que los había visto besarse por primera vez.
Sintió nuevamente ese sudor extraño, helado, inundándole la espalda. La pera ya no era suya. Los ojos solo miraban para no entender. Sus manos se habían quedado encajadas en cada uno de los días que esa prenda la había vestido.
Nunca se lo había podido decir, y ahora ya no era posible. Le hubiera gustado hacerlo, mientras ella le acariciaba la espalda o cuando la miraba saliendo de ese cuarto lenta, pero firmemente, sin más ropa que su sonrisa que todo lo cubría.
Pero cada vez que había querido hacerlo, algo lo detuvo. Esa extraña sensación de debilidad, de quedar con el pecho abierto frente a ella. Nunca entendió como ella, tan frágil, tan delicada se lo decía, así, tan abiertamente, tan claro, tan sentido.
 Pero el no, nunca pudo, nunca supo, siempre quiso.
Y ahora, cuando ella lo dejo parado en esa casa, sin más compañía que su aliento, sintió que nunca más iba a poder hacerlo.
Y allí parado, con la pera desencajada, los ojos perdidos en la pared, las manos sudorosas, la espalda helada, pudo sin temor a quedar expuesto, decirlo para que nadie ya lo escuchara: no me dejes, te quiero.

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